Hacia años que la conocía, pero nunca la había
valorar como se merecía. Entendía que sus acciones, que eran parte de mi
rutina, eran su rutina. Por lo tanto, su dedicación no tenia merito. Cuando
algo está presente des del primer momento en que tienes conciencia lo ves como
algo normal.
Esta ceguera permanente me llevo a perseguir
los bares de día y de noche. No pasaba más de 5 minutos en cada bar. Los suficientes
para pedir, beber i pagar. Por vergüenza a mi actitud me desplazaba a ciudades
donde nadie me conociera.
Está situación me llevo a perder, en primer
lugar el carnet de conducir, poco después el coche. Mi esposa no tardaría en
dar-se cuenta de que mi afición a probar licores se había convertido en un
problema. Una de dos, o no le deje ayudarme o no quiso hacerlo, la cuestión es
que se fue y con ella los niños. Me quede solo en un piso abandonado de almas
humanas y que poco a poco también se fue vaciando de muebles y otros objetos a
medida que los iba vendiendo con tal de pagarme algo de bebida.
Un mal día tropecé con una piedra en el
camino. Esa piedra se llamaba heroína. Cuando ella estaba presente se aceleraba
mi vida de manera descontrolada, tanto que se acortaba mi esperanza de vida. En
poco tiempo me deterioré, no era capaz de reconocer el rostro seco y arrugado
que veían en los espejos de los lavabos públicos. Mi cara solo eran ojeras. Unas
ojeras que empequeñecían mis ojos. Unos ojos que habían estado llenos de
vitalidad y energía. Mis brazos parecían coladores y cada vez me duraba menos la
sensación de placer. Tenía que aumentar las dosis.
Todo fue más o menos así. Hasta el día que se
me fue más de las manos, si ya no se me había ido suficiente. Y un exceso de
dosis me hizo volver a verla tal y como la recordaba.
La alucinación me había trasladado a la
cocina de la casa de mis padres. Ella estaba de espaldas cocinando, se movía rápido
de un lado para otro. Yo la miraba con ojos llorosos mientras ella me iba
hablando. En esta ocasión la escuchaba, a diferencia de otras veces, en que
solo la oía.
Ella se giró, me miró y me dijo: “come que
tienes que hacerte grande” por primera vez me fije en sus ojos y de esa forma destape
mi ceguera. Pude ver que transmitía emoción por lo que estaba haciendo. Y así descubrí
que no era su rutina, si no que era su manera de darme amor, de decirme te
quiero. Cogí la cuchara y engullí la primera cucharada de sopa, a la vez que
mis lágrimas caían una tras otra al fondo de aquel plato de sopa humeante.
Aquel sabor inconfundible me llevo a mi infancia, olvidada, y pude ver como
secuencialmente aquella mirada de amor se repetía una y otra vez des del momento
en que llegue al mundo hasta el día en que ella se marchó. Aquel día no pude decírtelo.
Te quiero mamá.