jueves, 6 de marzo de 2014

La Ceguera



Hacia años que la conocía, pero nunca la había valorar como se merecía. Entendía que sus acciones, que eran parte de mi rutina, eran su rutina. Por lo tanto, su dedicación no tenia merito. Cuando algo está presente des del primer momento en que tienes conciencia lo ves como algo normal. 

Esta ceguera permanente me llevo a perseguir los bares de día y de noche. No pasaba más de 5 minutos en cada bar. Los suficientes para pedir, beber i pagar. Por vergüenza a mi actitud me desplazaba a ciudades donde nadie me conociera. 

Está situación me llevo a perder, en primer lugar el carnet de conducir, poco después el coche. Mi esposa no tardaría en dar-se cuenta de que mi afición a probar licores se había convertido en un problema. Una de dos, o no le deje ayudarme o no quiso hacerlo, la cuestión es que se fue y con ella los niños. Me quede solo en un piso abandonado de almas humanas y que poco a poco también se fue vaciando de muebles y otros objetos a medida que los iba vendiendo con tal de pagarme algo de bebida. 

Un mal día tropecé con una piedra en el camino. Esa piedra se llamaba heroína. Cuando ella estaba presente se aceleraba mi vida de manera descontrolada, tanto que se acortaba mi esperanza de vida. En poco tiempo me deterioré, no era capaz de reconocer el rostro seco y arrugado que veían en los espejos de los lavabos públicos. Mi cara solo eran ojeras. Unas ojeras que empequeñecían mis ojos. Unos ojos que habían estado llenos de vitalidad y energía. Mis brazos parecían coladores y cada vez me duraba menos la sensación de placer. Tenía que aumentar las dosis. 

Todo fue más o menos así. Hasta el día que se me fue más de las manos, si ya no se me había ido suficiente. Y un exceso de dosis me hizo volver a verla tal y como la recordaba.
La alucinación me había trasladado a la cocina de la casa de mis padres. Ella estaba de espaldas cocinando, se movía rápido de un lado para otro. Yo la miraba con ojos llorosos mientras ella me iba hablando. En esta ocasión la escuchaba, a diferencia de otras veces, en que solo la oía. 

Ella se giró, me miró y me dijo: “come que tienes que hacerte grande” por primera vez me fije en sus ojos y de esa forma destape mi ceguera. Pude ver que transmitía emoción por lo que estaba haciendo. Y así descubrí que no era su rutina, si no que era su manera de darme amor, de decirme te quiero. Cogí la cuchara y engullí la primera cucharada de sopa, a la vez que mis lágrimas caían una tras otra al fondo de aquel plato de sopa humeante. Aquel sabor inconfundible me llevo a mi infancia, olvidada, y pude ver como secuencialmente aquella mirada de amor se repetía una y otra vez des del momento en que llegue al mundo hasta el día en que ella se marchó. Aquel día no pude decírtelo.

Te quiero mamá.

jueves, 20 de febrero de 2014

Un tipo normal - fracasado



Pablo era un joven como otro cualquiera. Como todos sus conciudadanos, vivía el día a día con el temor de de destacar en algo. Pasara lo que pasara no quería que eso ocurriera. No quería ser el bicho raro de sus amigos en conseguir aquello con lo que soñaba. Por eso se le olvido soñar. A su alrededor todo el mundo era un fracasado. Y eso era lo normal. Era lo que el también quería ser. Por eso nunca hablaba. Nunca escribía. Ni pintaba ni cantaba. No pensaba. No tenia espíritu critico ni sabía lo que eso significaba. 

El era feliz siendo como los demás. Un tipo normal - fracasado. O para eso le habían educado. Y como buen alumno, eso hacía.

martes, 11 de febrero de 2014

Los 90




Hoy la he ido a ver. Hoy era su cumpleaños. Estaba donde siempre, en la misma silla. Me ha visto y ha sonreído. No lo ha hecho por la felicidad de que sea su aniversario, si no por la visita. Vivir y no saber  en qué día estas, esa es la situación.

Me dice que me echaba de menos. Yo le correspondo con la misma frase.  Ella dice la verdad. Yo a medias. Ella tiene todo el tiempo, en la misma silla, para pensar en nosotros. Yo tengo la excusa de que estoy muy ocupado.

Cojo una silla y me siento a su lado. Le doy un regalo que lo abro yo mismo. Le gusta. Me da las gracias. Sonrió, es lo mínimo que puedo hacer.

Es la hora de comer. Las asistentas traen la comida. No tiene hambre, o eso dice. Me arremango. Cojo el cuchillo y el tenedor  y le corto el tomate en trozos pequeños.   Le ayudo a comer. Como pasa el tiempo, como cambia la situación. Nos hemos invertido los papeles. 

Mientras come la observo. Sus ojos se han hecho diminutos. Después de cada parpadeo vibran de emoción por continuar viendo que hoy tiene compañía. Si la miro fijamente aún puedo ver la energía que la caracterizaba. Unos ojos que han visto y vivido mil cosas. Su rostro lleno de arrugas muestra su carácter fuerte y duro. 

Le sirven el segundo plato. Le troceo los canalones. Sus manos ya no son lo que eran. Ahora son delgadas, débiles y llenas de manchas como granos de café. 

Me pregunta por todos. No se olvida a nadie. Se alegra de saber que estamos bien. Y lo hace sinceramente.
Le dan el postre, mandarinas. Le gustan son dulces, pero el momento es amargo. Ha perdido memoria pero no ha olvidado que el postre es el final de una comida. Y aquí también significa el final de una visita. Le acerco el agua. Bebe. 

No sé qué decirle. No sé cuando irme. Quizá no me iría nunca. Pero el reloj no sé para. Fuera sigue todo en marcha. Nos cogemos las manos y nos agarramos fuerte. Me gusta saber que me siente, y a mí me gusta sentirla. Le abrazo fuerte, ella lo intenta. Le doy un beso y ella me lo devuelve. Me levanto y coloco la silla al sitio. La vuelvo abrazar. Me pongo la chaqueta. Le doy un último abrazo. Y la beso fuerte. Le cojo la mano y la dejo ir poco a poco mientras le digo adiós. Le prometo que nos veremos pronto. Espero que mí día a día no me genere una nueva excusa. De camino a la puerta me giro diez veces para verla por penúltima vez. 

Tristeza, felicidades.

viernes, 24 de enero de 2014

De mayor quiero ser un semidios.



¿Dónde esta la línea de lo correcto y lo incorrecto? ¿Quién decide que es lo que esta bien y lo que esta mal? ¿La conciencia con la ayuda de la moral?...

Lo siguiente es lo primero que aprendí en mi decimoctavo aniversario. Hasta ese momento no me había planteado nada moralmente, ya que no tenia conciencia de que existiera. Yo me consideraba un adolescente más, con sus manías y sus hobbies. En cambio, cuando soplaba las velas, que mi madre con todo su cariño había colocado encima de una gran tarta, sabía que estaba delante de un punto de inflexión, es decir, que me encontraba en un momento de mi vida en el cual iban a cambiar muchas cosas. Un momento en el que las cosas que haces o dejas de hacer te marcan y te influye por el resto de tus días.

Mientras me comía mi pastel todo parecía perfecto, pero sabía que cumplir los 18 no solo me conllevaría la gran ilusión de cualquier adolescente de poder sacarme el carnet de conducir, si no que me confirmaría una teoría que hacia tiempo andaba estudiando.

Esta teoría la titule: “la teoría de la verdadera realidad del humano”.

¿Por qué la titulé así? Pues verás, cuando eres un niño siempre sueñas con ser mayor. Para ti los mayores son figuras respetadas y de cualidades y condiciones ilimitadas (semidioses), además cuando eres niño la vida se comprime en dormir jugar y comer, cosa que te parece aburrida. Tú prefieres ser un súper héroe como los que salen en los cómics o en la televisión. Pero entre tu y yo, que ya somos adultos, lo de ser niño si que era vida.
Siguiendo con la teoría, cuando se acerca el momento de compaginar la vida de niño con la de adulto, es decir, lo de dormir, comer y jugar con ser un semidios ves que todo se trunca, y la vida ya no consiste en eso, si no en dormir poco, comer lo que tu economía te permita y jugar... ¿A qué? Si perdiste tu inocencia. Y ser un semidios, que gran error.

Y ahí es cuando dejas de tener inocencia para tener conciencia, conciencia de lo que en realidad te rodea.

martes, 21 de enero de 2014

La historia de un libro.



Un libro en blanco esperaba abierto encima de una mesa. Estaba impaciente por que alguna mente imaginaria y despierta vaciara sobre él infinidad de letras que formaran palabras y estas se colocaran en forma de frases y a su vez de parágrafos llenos de vida. Era su sueño. Pero en aquella habitación pocas veces entraba alguien, y cuando lo hacían o no tenían un bolígrafo para escribir o en el peor de los casos ni se acercaban a observar el pobre libro. Pasaron los días y los años y aquel libro fue cubierto de polvo y sus sueños se perdieron en el olvido.

De repente, entro un niño en la sala. Como un torbellino en un campo levanto el polvo acumulado en la habitación. El niño fue a la mesa dónde se encontraba el libro y colocó a su lado otro libro. Sin más abandonó la sala.

El silencio volvió a ser el sonido ambiente del lugar. Hasta que el libro nuevo inicio conversación.

-¡Que tal compañero! ¿Como esta?-

El viejo libro asombrado por tal situación contestó - Mal hijo, mal… llevó años aquí i nadie me hace ni caso, no tengo nada que contar. En cambió veo que tu has tenido mejor suerte, estas lleno de sueños, ideas,  colores… ¡Que envidia!-

El libro nuevo después de una carcajada comentó – Para nada he sido un afortunado, a mi tampoco me han hecho caso, ni me han escrito. El caso es que he sido yo mismo que al ver que nadie hacia nada por mi  me puse a escribir mi propia historia.-